Si tus padres aún viven, quizás no lo sepas pero, cuando mueren, muere una parte de ti, una parte importante que te identifica, quizás, como ninguna otra. Porque una de las primeras referencias que tienes para saber quién eres (y así será el resto de tu vida con mayor o menor intensidad) es que eres hija de quien eres, para lo bueno y para lo malo. Tus padres, valga la redundancia, son tus orígenes: dónde naces, con cuánto, cómo te educas, de qué te rodeas y de quién ...Tus orígenes marcan tu forma física: todos tenemos las manos de uno de nuestros progenitores, el pelo de otro, las cejas o la forma de andar de alguno de ellos. Configuran tu forma de pensar, bien porque piensas igual que alguno de los dos o completamente lo contrario. Copiamos de ellos y repetimos, una y otra vez, hasta las conductas que más hemos criticado e incluso odiado. Somos ineludiblemente hijos de nuestros padres. Y cuando no están, ni uno ni otro, pierdes una parte de tu identidad; empiezas a desdibujarte. Y comprendes con toda claridad, que no hay vuelta atrás, que cada vez estarás más difuminado hasta desaparecer como ellos. Su muerte es el principio del final de tu vida. Esto en el mejor de los casos, siempre que no tengas una enfermedad u otras circunstancias que te haya enseñado tal cosa, aún en vida de tus padres. Pero estos son una minoría. La mayoría sienten el pellizco de la muerte cuando les faltan sus padres.
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