QUIÉREME

domingo, 6 de octubre de 2013

EL LLANTO DE GADEA

      Dice mi amiga Gadea que muchas mañanas se levanta con ganas de llorar. Yo le digo: si queremos llorar, todos tenemos motivos, unos más que otros,  pero todos tenemos algo en nuestra vida digno de echarse a llorar. Ella añade que no hay una causa concreta para su tristeza, que las circunstancias de su vida no han cambiado desde hace años, que no hay nada específico que la haga sentir mal pero,  asegura que hay días que solo con mirar sus manos se echaría a llorar. Intento, dice, mantener a raya ese sentimiento. Sin embargo hay veces que no lo puedo resistir y le doy rienda suelta, lo que me pone más triste aún porque, al principio,  no se por qué lloro y al final, lloro por todo, absolutamente por todo; lloro porque mis padres se hacen mayores y porque la cama está sin hacer, por el grano y la paja, con la misma intensidad. Lo que quiero decir, me explica Gadea, es que nada de mi vida es tan malo como para angustiarme y a la vez, todo, me puede llegar a provocar desesperanza.
    Yo, le digo, desde los once años tengo un excusa para eso: las hormonas. Esta respuesta es tranquilizadora porque realmente hay una causa, es liberadora porque está fuera de tu influencia, no puedes hacer nada para modificar la reacción de una hormona, y además parece tener la comprensión de los demás; si se trata de "eso", esperaremos a que se pase,  y ya.
    Si, dice Gadea, pero tu y yo sabemos, que hemos llorado a causa de nuestras hormonas, dos veces en la vida. Hay veces que el juego no funciona: cuando despiertas a media noche y empiezas a sentir cómo la tristeza te aplasta el pecho y una lágrima comienza a escurrirse desde tus ojos, entonces, no hay hormonas que te consuelen. Es el pasado, son decisiones equivocadas que tomaste, heridas que no se han curado, frustaciones que no has superado, complejos estúpidos que siguen saliendo a la luz, decepciones que flotan como el aceite. Se trata de basura emocional que hay que reciclar de una vez por todas.

GADEA Y EL DESTINO 3

Dice mi amiga Gadea que la mayoría de los recuerdos los guardamos distorsionados. Y cuanto mayor es la carga emocional que nos produjeron, mas distorsionados están. A esto hay que añadir que con el tiempo se distorsionan aún más. Que los recuerdos no sean fieles a los hechos no significa que los tengamos que despreciar; los cambios que les hemos dejado son las punzadas de un cincel que quita lo que sobra y queda lo que debe quedar. Más o menos ajustados a la realidad son lo que tienen que ser.
   Cuando nos mudamos a casa de mis abuelos yo tenía 8 años, mi hermano 6. Era un niño alegre: bajito, delgado moreno y con una risa que siempre terminaba por contagiarme. Las discusiones de nuestros parientes nos unían más y más. Y el refugio que teníamos en una de las cámaras de aquella enorme casa llegó a ser nuestro verdadero  hogar porque, hasta que no nos echaban en falta, allí comíamos, dormíamos e inventábamos.  Y nos sentíamos seguros. Nos daba mucho juego un pato a medio disecar , abandonado por uno de mis tíos en aquella cámara,  donde debío darse el origen del Síndrome de Diógenes. Era un animal de plumas verdes y azules que brillaban como un zapato recién untado de betún; tenía el cuerpo relleno de paja, la cabeza se le iba para un lado y para otro y sus ojos eran dos bolitas negras e inexpresivas que le daban aspecto de desconsolado. Aquel pato muerto nos hizo vivir muchas aventuras. Como las historias que, de higos a brevas, nos contaba el abuelo sentados los tres bajo el membrillo del patio.