QUIÉREME

domingo, 6 de octubre de 2013

GADEA Y EL DESTINO 3

Dice mi amiga Gadea que la mayoría de los recuerdos los guardamos distorsionados. Y cuanto mayor es la carga emocional que nos produjeron, mas distorsionados están. A esto hay que añadir que con el tiempo se distorsionan aún más. Que los recuerdos no sean fieles a los hechos no significa que los tengamos que despreciar; los cambios que les hemos dejado son las punzadas de un cincel que quita lo que sobra y queda lo que debe quedar. Más o menos ajustados a la realidad son lo que tienen que ser.
   Cuando nos mudamos a casa de mis abuelos yo tenía 8 años, mi hermano 6. Era un niño alegre: bajito, delgado moreno y con una risa que siempre terminaba por contagiarme. Las discusiones de nuestros parientes nos unían más y más. Y el refugio que teníamos en una de las cámaras de aquella enorme casa llegó a ser nuestro verdadero  hogar porque, hasta que no nos echaban en falta, allí comíamos, dormíamos e inventábamos.  Y nos sentíamos seguros. Nos daba mucho juego un pato a medio disecar , abandonado por uno de mis tíos en aquella cámara,  donde debío darse el origen del Síndrome de Diógenes. Era un animal de plumas verdes y azules que brillaban como un zapato recién untado de betún; tenía el cuerpo relleno de paja, la cabeza se le iba para un lado y para otro y sus ojos eran dos bolitas negras e inexpresivas que le daban aspecto de desconsolado. Aquel pato muerto nos hizo vivir muchas aventuras. Como las historias que, de higos a brevas, nos contaba el abuelo sentados los tres bajo el membrillo del patio.

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