QUIÉREME

martes, 1 de octubre de 2013

GADEA Y EL DESTINO 2

           Mi madre pasaba poco tiempo en casa. Era modista, confecionaba pantalones de hombre, solo pantalones de hombre, como hay albañiles que solo levantan tabiques. Su madre, mi abuela, tu bisabuela, era alta y delgada, su cara era puro pellejo acartonado y los dedos de sus manos eran como  sarmientos. Permaneció treina años sentada en una butaca de mimbre, en invierno en el salón, junto a la estufa de leña, en verano en el patio, bajo el corredor, rodeada de grandes macetas de apidistras y con los píes sobre una estera de esparto. Se levantaba para ir al baño y para acostarse, nada más, nunca,  nada mas, le hizo levantarse de su butaca; no se levantó el día que su marido le comunicó que iban a vender la mitad de la casa para pagar deudas, ni el día que el médico y el alcalde le informaron de la muerte en accidente de su hijo pequeño, ni, por supuesto, el día que mi madre dejó a mi padre y se mudó a su casa. Siempre vistió con hábito: una túnica marrón, larga, con un cordón a la cintura. Era un hábito de San José. El hecho de llevarlo, y durante tanto tiempo, es porque tenía con él algún acuerdo pero no supe cual. Es probable que San José no cumpliera su parte porque conocí a mi abuela con hábito y el día de su muerte seguía con él; o San José pasó de ella o ella le debía mucho al santo. 
            Eme me dió estas descripciones cuando hablábamos de parecidos físicos. Ella se parecía más a su otra abuela, a la madre de su padre: una mujer de estatura media, con curvas y la piel tersa y blanca. Murió cuando Eme era una niña y por lo tanto desconocía su carácter. Me contaban que decían que era al cien por cien, en el que la veía enfadada y con mal caracter. Y en su cabeza sonaba una única frase que asociaba a ella:  " ¡niña estate quieta !"  Eme me decía: " puede que la pillara casualmente de mal humor y que mi memoria casualmente haya borrado todo menos eso ".  Puede digo yo, pero son tus recuerdos, verdaderos o falsos, justos o injustos, así lo recuerdas y así es.  

lunes, 30 de septiembre de 2013

GADEA Y EL DESTINO 1

      ¿Que acontecimientos marcan la vida de una persona? En general la respuesta sería: dónde nace, en qué familia, cuando, si es hombre o mujer, su boda o compromiso sentimental,  la muerte de un ser querido, tener o no hijos, un divorcio. Dice mi amiga Gadea que la mayoría de estas circunstancias te vienen impuestas.  Dice que ella no eligió donde nacer, ni ser mujer,  que no decidió en qué época vivir,  ni su nombre.  No pudo decir ni una sola palabra sobre su aspecto físico porque para eso están los genes,  que además de hacernos morenos o pelirrojos, propensos a la lumbalgia o a las varices,  pegan un puñetazo en la mesa cuando intentas cambiar su curso natural. Entonces, ¿que tanto de libertad tenemos ?

              Mi madre puso en mi mano una caja de cerillas. Obligándome a mirarle a los ojos, mi madre, me dió la caja de cerillas y me pidió que prendiera fuego a la colcha de la cama de mi padre. La cajita tenía pintado un soldado con un fusil al hombro y yo, que escuchaba la voz de mi madre como si viniera de un lugar lejano e imaginario,  solo tenía interés por ver marchar al soldado, por ser testigo de su expedición y de cómo partía hacia algún lugar fuera de la caja. La lima donde rascar el fósforo, me daba dentera.  Mi madre me ordenaba: !te vas a su casa, pasas a su alcoba sin que nadie te vea, te escondes debajo de la cama,  y cuando estés sola, quemas la colcha !
              Yo era una niña ¡por Dios!, una niña. Caminé por las calles del pueblo hasta la casa de mi padre, pasé con cuidado de que otros parientes míos que allí vivían,  no advirtieran mi presencia. Me escondí bajo la cama con aquella caja de cerillas entre las manos. La alcoba estaba oscura, limpia y fría, como una iglesia. Algo me decía que aquello no estaba bien. La duda, el dilema entre la orden de mi madre y mi conciencia,  me aceleró el corazón como nunca. Mis latidos bajaron de frecuencia cuando la cara de mi tía, hermana pequeña de mi padre, alzó la colcha y me dijo:
- ¿ se puede saber que haces ahí ? , ¡llevas más de media hora debajo de la cama ! ¡Vamos sal ! Tus primos están merendando. Te preparé un poco de pan con azúcar.
No creo que imginara siquiera mis intenciones. Mi madre me encargaba cosas así con la misma naturalidad con la que ordenaba ponerme el pijama para ir a la cama.
        
        Mi madre me contaba estas cosas de mi abuela acostada en el sofá del salón. Mi madre, a la que a partir de ahora voy a llamar Eme, quería deshacerse de su mal antes de morir. Y llegado este momento solo podía desprenderse de su mal con palabras. Ya no quedaba otra forma.