QUIÉREME

miércoles, 23 de octubre de 2013

GUITARRAS

                                                                                                                         Marta Raymundo

domingo, 20 de octubre de 2013

QUERIDA MAYA

Querida Maya:
Hace mucho que no hablamos, más aún de la última vez que nos vimos,  pero Gadea me ha puesto al día sobre ti; me ha descrito el momento en el que te encuentras. Yo te escribo para decirte que si necesitas algo cuentes conmigo, tienes mis cosas, y ya sabes, mi amistad a tu disposición. Dice Gadea que estás muy cerca de una línea donde acaban muchas cosas y empiezan otras. Y eso da vertigo,  y por eso estás y no estás, ríes y lloras, hablas y callas, quieres y no quieres. Las dudas se despejan solas; los acontecimientos se van sucediendo y van cambiando las circunstancias, tanto,  que lo que hoy parece negro, mañana será blanco. Si pensar te distrae y te hace sufrir, no pienses. No siempre es bueno pensar, no siempre la mente dice la verdad, a veces te engaña, a veces es una embustera. El corazón sin embargo, aunque su apariencia sea menos seria, menos responsable, más loca, incluso a veces, disparatada, el corazón nunca te engaña.
Querida Maya, lo que tenga que ser será porque, aunque no lo creas, tú ya has tomado una decisión. Es lo que me ha dicho Gadea, dice que no lo sabes pero que ya has decidido y cada paso que das va hacía esa meta. Por lo tanto sufre lo menos que puedas. El sufrimiento solo te obstaculizará más el camino. Querida Maya, te seguiré escribiendo. La frecuencia pídemela tu.
Te quiere.
Sol

domingo, 6 de octubre de 2013

EL LLANTO DE GADEA

      Dice mi amiga Gadea que muchas mañanas se levanta con ganas de llorar. Yo le digo: si queremos llorar, todos tenemos motivos, unos más que otros,  pero todos tenemos algo en nuestra vida digno de echarse a llorar. Ella añade que no hay una causa concreta para su tristeza, que las circunstancias de su vida no han cambiado desde hace años, que no hay nada específico que la haga sentir mal pero,  asegura que hay días que solo con mirar sus manos se echaría a llorar. Intento, dice, mantener a raya ese sentimiento. Sin embargo hay veces que no lo puedo resistir y le doy rienda suelta, lo que me pone más triste aún porque, al principio,  no se por qué lloro y al final, lloro por todo, absolutamente por todo; lloro porque mis padres se hacen mayores y porque la cama está sin hacer, por el grano y la paja, con la misma intensidad. Lo que quiero decir, me explica Gadea, es que nada de mi vida es tan malo como para angustiarme y a la vez, todo, me puede llegar a provocar desesperanza.
    Yo, le digo, desde los once años tengo un excusa para eso: las hormonas. Esta respuesta es tranquilizadora porque realmente hay una causa, es liberadora porque está fuera de tu influencia, no puedes hacer nada para modificar la reacción de una hormona, y además parece tener la comprensión de los demás; si se trata de "eso", esperaremos a que se pase,  y ya.
    Si, dice Gadea, pero tu y yo sabemos, que hemos llorado a causa de nuestras hormonas, dos veces en la vida. Hay veces que el juego no funciona: cuando despiertas a media noche y empiezas a sentir cómo la tristeza te aplasta el pecho y una lágrima comienza a escurrirse desde tus ojos, entonces, no hay hormonas que te consuelen. Es el pasado, son decisiones equivocadas que tomaste, heridas que no se han curado, frustaciones que no has superado, complejos estúpidos que siguen saliendo a la luz, decepciones que flotan como el aceite. Se trata de basura emocional que hay que reciclar de una vez por todas.

GADEA Y EL DESTINO 3

Dice mi amiga Gadea que la mayoría de los recuerdos los guardamos distorsionados. Y cuanto mayor es la carga emocional que nos produjeron, mas distorsionados están. A esto hay que añadir que con el tiempo se distorsionan aún más. Que los recuerdos no sean fieles a los hechos no significa que los tengamos que despreciar; los cambios que les hemos dejado son las punzadas de un cincel que quita lo que sobra y queda lo que debe quedar. Más o menos ajustados a la realidad son lo que tienen que ser.
   Cuando nos mudamos a casa de mis abuelos yo tenía 8 años, mi hermano 6. Era un niño alegre: bajito, delgado moreno y con una risa que siempre terminaba por contagiarme. Las discusiones de nuestros parientes nos unían más y más. Y el refugio que teníamos en una de las cámaras de aquella enorme casa llegó a ser nuestro verdadero  hogar porque, hasta que no nos echaban en falta, allí comíamos, dormíamos e inventábamos.  Y nos sentíamos seguros. Nos daba mucho juego un pato a medio disecar , abandonado por uno de mis tíos en aquella cámara,  donde debío darse el origen del Síndrome de Diógenes. Era un animal de plumas verdes y azules que brillaban como un zapato recién untado de betún; tenía el cuerpo relleno de paja, la cabeza se le iba para un lado y para otro y sus ojos eran dos bolitas negras e inexpresivas que le daban aspecto de desconsolado. Aquel pato muerto nos hizo vivir muchas aventuras. Como las historias que, de higos a brevas, nos contaba el abuelo sentados los tres bajo el membrillo del patio.

martes, 1 de octubre de 2013

GADEA Y EL DESTINO 2

           Mi madre pasaba poco tiempo en casa. Era modista, confecionaba pantalones de hombre, solo pantalones de hombre, como hay albañiles que solo levantan tabiques. Su madre, mi abuela, tu bisabuela, era alta y delgada, su cara era puro pellejo acartonado y los dedos de sus manos eran como  sarmientos. Permaneció treina años sentada en una butaca de mimbre, en invierno en el salón, junto a la estufa de leña, en verano en el patio, bajo el corredor, rodeada de grandes macetas de apidistras y con los píes sobre una estera de esparto. Se levantaba para ir al baño y para acostarse, nada más, nunca,  nada mas, le hizo levantarse de su butaca; no se levantó el día que su marido le comunicó que iban a vender la mitad de la casa para pagar deudas, ni el día que el médico y el alcalde le informaron de la muerte en accidente de su hijo pequeño, ni, por supuesto, el día que mi madre dejó a mi padre y se mudó a su casa. Siempre vistió con hábito: una túnica marrón, larga, con un cordón a la cintura. Era un hábito de San José. El hecho de llevarlo, y durante tanto tiempo, es porque tenía con él algún acuerdo pero no supe cual. Es probable que San José no cumpliera su parte porque conocí a mi abuela con hábito y el día de su muerte seguía con él; o San José pasó de ella o ella le debía mucho al santo. 
            Eme me dió estas descripciones cuando hablábamos de parecidos físicos. Ella se parecía más a su otra abuela, a la madre de su padre: una mujer de estatura media, con curvas y la piel tersa y blanca. Murió cuando Eme era una niña y por lo tanto desconocía su carácter. Me contaban que decían que era al cien por cien, en el que la veía enfadada y con mal caracter. Y en su cabeza sonaba una única frase que asociaba a ella:  " ¡niña estate quieta !"  Eme me decía: " puede que la pillara casualmente de mal humor y que mi memoria casualmente haya borrado todo menos eso ".  Puede digo yo, pero son tus recuerdos, verdaderos o falsos, justos o injustos, así lo recuerdas y así es.  

lunes, 30 de septiembre de 2013

GADEA Y EL DESTINO 1

      ¿Que acontecimientos marcan la vida de una persona? En general la respuesta sería: dónde nace, en qué familia, cuando, si es hombre o mujer, su boda o compromiso sentimental,  la muerte de un ser querido, tener o no hijos, un divorcio. Dice mi amiga Gadea que la mayoría de estas circunstancias te vienen impuestas.  Dice que ella no eligió donde nacer, ni ser mujer,  que no decidió en qué época vivir,  ni su nombre.  No pudo decir ni una sola palabra sobre su aspecto físico porque para eso están los genes,  que además de hacernos morenos o pelirrojos, propensos a la lumbalgia o a las varices,  pegan un puñetazo en la mesa cuando intentas cambiar su curso natural. Entonces, ¿que tanto de libertad tenemos ?

              Mi madre puso en mi mano una caja de cerillas. Obligándome a mirarle a los ojos, mi madre, me dió la caja de cerillas y me pidió que prendiera fuego a la colcha de la cama de mi padre. La cajita tenía pintado un soldado con un fusil al hombro y yo, que escuchaba la voz de mi madre como si viniera de un lugar lejano e imaginario,  solo tenía interés por ver marchar al soldado, por ser testigo de su expedición y de cómo partía hacia algún lugar fuera de la caja. La lima donde rascar el fósforo, me daba dentera.  Mi madre me ordenaba: !te vas a su casa, pasas a su alcoba sin que nadie te vea, te escondes debajo de la cama,  y cuando estés sola, quemas la colcha !
              Yo era una niña ¡por Dios!, una niña. Caminé por las calles del pueblo hasta la casa de mi padre, pasé con cuidado de que otros parientes míos que allí vivían,  no advirtieran mi presencia. Me escondí bajo la cama con aquella caja de cerillas entre las manos. La alcoba estaba oscura, limpia y fría, como una iglesia. Algo me decía que aquello no estaba bien. La duda, el dilema entre la orden de mi madre y mi conciencia,  me aceleró el corazón como nunca. Mis latidos bajaron de frecuencia cuando la cara de mi tía, hermana pequeña de mi padre, alzó la colcha y me dijo:
- ¿ se puede saber que haces ahí ? , ¡llevas más de media hora debajo de la cama ! ¡Vamos sal ! Tus primos están merendando. Te preparé un poco de pan con azúcar.
No creo que imginara siquiera mis intenciones. Mi madre me encargaba cosas así con la misma naturalidad con la que ordenaba ponerme el pijama para ir a la cama.
        
        Mi madre me contaba estas cosas de mi abuela acostada en el sofá del salón. Mi madre, a la que a partir de ahora voy a llamar Eme, quería deshacerse de su mal antes de morir. Y llegado este momento solo podía desprenderse de su mal con palabras. Ya no quedaba otra forma.